jueves, julio 26, 2007

Comentario sobre Los subterráneos, de Jack Kerouac
Acabo de terminar de leer Los subterráneos, de Jack Kerouac, con la certeza de haber hecho algo que debí haber hecho hace mucho tiempo. Los que conocen mi hábito de lectura, o mejor dicho, con quienes converso de mi hábito de lectura, recordarán que Los subterráneos es un libro que compré a los diecisiete o dieciocho años, que intenté leer unas tres veces, siendo esta última la tercera y la vencida.
No hubiera podido pues comenzar y terminar de leer Los subterráneos si no hubiera estado enamorado. De hecho, me atrevo a decir que si alguno de ustedes piensa leer Los subterráneos debería estar enamorado; ya que, más allá de la historia de los jóvenes barbudos, ángeles morfinómanos e intelectuales de San Francisco de los que habla Jack Kerouac, Los subterráneos es una historia de amor, o mejor dicho, es la misma historia de amor y desamor que se cuenta desde épocas inmemoriales.
Pero antes de empezar a analizar el libro, quiero hablar un poco sobre su autor. Los subterráneos es el tercer libro que leo de Jack Kerouac (los otros dos fueron, por supuesto, En el camino y Los vagabundos del Dharma) y los tres tienen en común una sola cosa: su autor es un personaje y un obsesionado, un tipo que se refiere a todo hipérbolamente y es capaz de provocarle a lector el desfallecimiento luego de una o dos páginas de su autodenominada “prosa espontánea”.
Se tiende a creer que En el camino es la obra maestra de Jack Kerouac y que allí se puede apreciar en todo su esplendor la “prosa espontánea” (también conocida como “prosa jazzística” o bop) y tal vez, es cierto que En el camino sea su mejor libro, es más largo y más ambicioso, pero Los subterráneos goza de otras cualidades. Su sola existencia eleva a su autor a la categoría de escritor experimental y trasgresor, adjetivos comunes para el padre de la generación beat.
Es que la prosa de Los subterráneos es invertebrada, se eleva y aterriza en abruptos recorridos que van desde una desenfrenada noche de licor, drogas y jazz hasta el lecho de los amantes, en este caso Mardou Fox y Leo Percepied. Suele decirse también que así como En el camino narra las aventuras de los “beats calientes”, Los subterráneos hace lo propio con la segunda camada de poetas y escritores de esta generación, es decir, los “beats fríos”. Más allá de quienes son los calientes y los fríos, la generación beat le hizo algo a la cultura norteamericana de lo que nunca podrá reponerse.
Hace un rato dije que Los subterráneos narraba la misma historia de amor y desamor de siempre. De hecho es la misma historia de amor y desamor desde tiempos inmemoriales, con la diferencia de que esta es la misma historia de amor y desamor en el San Francisco de comienzos de los años 50’s, entre un obsesionado escritor poco conocido llamado Leo Percepied y una negra hipster, bohemia y subterránea, dos personajes que inevitablemente se verán inmersos en una relación cargada de locura.
He ahí lo que lo hace de este libro un libro tan triste. Leo Percepied, alter ego de Jack Kerouac, se describe a sí mismo como “un hombre que no se tiene mucha fe” y un “inútil egomaníaco y bufón de nacimiento”. Tanto se enamora de Mardou Fox que todo el contexto termina siendo parte del romance, como si el idilio entre ambos hubiera involucrado a toda la pandilla, es decir, a toda la pandilla de poetas, escritores y ángeles de la desolación que comparten los días con ellos. Así también los parques, las calles, los bares terminan siendo tan culpables como sus protagonistas.
En un principio, Jack Kerouac hace un recuento de cómo llegó a conquistarla y al igual que hizo con su musa de En el camino, Dean Moriarty, empieza a edificar el mito de Mardou Fox engrandeciéndola, al igual que el joven enamorado engrandece y mitifica el objeto de su deseo. La prosa jazzística, mientras tanto, nos lleva de un lado a otro con su ir y venir de palabras, con sus diálogos entrelazados y la obseción de Kerouac (y aquí se le puede comprar con Marcel Proust) de traer de regreso cada movimiento, cada pensamiento y axioma que hizo su amada mientras estuvo en su lecho.
En este libro Kerouac divaga y saca conclusiones apresuradas, tomando en cuenta que solo se enamoró de una hipster algo loca y drogadicta. Sospecho que la verdadera trama de este libro no radica en las aventuras de los beats fríos, ni en sus conceptos, ni en sus juergas, sino en el abandono y en el desamor. Por eso, en Los subterráneos he logrado encontrar un fiel reflejo de lo que siento (desde que empecé a leer este libro he vivido un desamor), incluyendo estas ganas terribles de dejar de ser un subterráneo, y como dice Mardou Fox: “Quisiera que nos quedáramos en casa, escuchando la radio o leyendo lo que sea”.
A diferencia de En el camino, los personajes de Los subterráneos viajan muy poco. La primera mitad del libro transcurre casi íntegramente en el pequeño departamento de Mardou Fox en Telegraph Hill, donde ella le contó la historia de su vida y él le dijo cosas como: “Tesoro; tú y yo, ¿no vendrías a México conmigo?”. En la segunda parte, en cambio, acontece la tragedia: su amor por Mardou se desvanece a causa de su alcoholismo, el descontrol y la histeria.
El espíritu de contradicción de Kerouac está presente siempre en el libro. Leo ama a Mardou pero a la vez la desprecia por “ser negra”, no duda en abandonarla por irse a beber con sus amigos, está enamorado de ella pero no dudaría en dejarla por cualquier otra; a su vez, Leo sueña con ir a México con Mardou, donde el color de su piel no importaría y donde ambos podrían tener hijos y salir a caminar de la mano.
Otro atributo de Los subterráneos es que da la impresión de estar sucediendo mientras es escrita (la leyenda cuenta que Kerouac escribió el libro en tres noches). La narración es además no lineal, el narrador puede ir de presente a pasado y mostrar lo que será un acontecimiento futuro. Los subterráneos entonces parece carecer de pies y cabeza, es la narración a largo aliento de Leo Percepied.
Las últimas páginas del libro son estremecedoras. La inseguridad se le presentó a Leo Percepied en forma de un sueño y se vuelve realidad una larga noche de alcohol. Ahí es cuando Jack Kerouac lanza su proyectil más certero: “Todo resulta inútil cuando hasta los pájaros mismos están tristes”. ¿De qué sirven entonces las drogas, el alcohol, el jazz, la promesa del arte, si el amor, quizás el sentimiento más noble que alberga el alma humana, se consume? “Me pasa solamente que cuando miro por la ventana hasta los pájaros me parecen tristes”.
Relatar el final de este libro debería estar penado por la ley y por eso no lo haré (al menos no de manera concreta, pero sí dejaré un guiño en forma de pecado) y termino este análisis dando a mí parecer una oportuna observación: en estos tiempos un escritor como Jack Kerouac no sería apreciado, ya sea por trasgresor o por antipático, o por mero capricho de la crítica, o porque el momento de los escritores como Kerouac simplemente ya pasó.
Lo cierto es que este escritor era un aventurero, un histérico, un malhumorado, un necio y sobretodo, un alucinado. Jack Kerouac iba de aquí para allá convencido de estar haciendo algo bueno, algo grande, y como muchos escritores geniales, su mayor defecto y su mayor virtud fue escribir siempre de sí mismo y de las cosas que le pasaban (que es como decir que escribía de las personas que conocía y admiraba). De hecho, Mardou Fox despertó en Leo ese tipo de obseción. ¿Y qué es el arte sino una obseción?
De hecho, termino las páginas de este genial libro pensando en lo grandioso que fue ese escritor estadounidense hace más de cincuenta años. Pensando ahora en mis amores y desamores. Pensando en aquel ángel que ha venido a este mundo solo por broma.
Y escribo esto que he escrito.






Pedro Casusol
Julio 2007